Dr. Raúl Poblete Silva, Servicio de Cirugía, Hospital Militar, Santiago
(Trabajo de ingreso. Publicado Rev Chilena de Cirugía 1986; 38(2): 130-6)
INTRODUCCIÓN
La rotura es la complicación grave más frecuente del aneurisma aórtico abdominal. Si no es tratado quirúrgicamente la muerte sobreviene por lo general en el curso de horas.
El riesgo de la resección electiva de estos aneurismas ha disminuido progresivamente desde que Dubost (1) describiera ésta intervención en 1952, alcanzándose actualmente cifras de mortalidad de 10% o inferiores (2, 3), probablemente por el mejor estudio y selección de pacientes, el perfeccionamiento de técnicas, materiales de sutura y prótesis y un mejor control del postoperatorio y sus complicaciones.
Cuando el aneurisma se opera ya roto, la mortalidad fue y sigue siendo elevada, sin indicios que permitan suponer una variación de ésta tendencia. Así en los últimos diez años fallece el 52,7% de los 599 pacientes comunicados por diferentes centros (4-9).
En nuestro medio, Sunkel y Castillo dan cuenta en 1963 (10) de los cuatro primeros pacientes operados rotos, de los que uno sobreviviría; luego, sólo se encuentran las publicaciones de Törnvall (11) y Riquelme (12) y la comunicación de Kramer (13), que totalizan 11 casos operados en ésta condición.
A fin de precisar las tasas de mortalidad y morbilidad en nuestras manos, e identificar algunas variables que pudieran incidir en alguna forma sobre nuestros resultados, hemos estudiado retrospectivamente nuestra serie personal de aneurismas abdominales rotos operados. Hemos definido como tales, aquellos aneurismas sintomáticos caracterizados clínicamente por tener significativo compromiso hemodinámica, y cuyo sustrato anatómico corresponde a la extravasación de parte importante del volumen sanguíneo hacia el retroperitoneo y/o hacia peritoneo libre, excluyendo del presente estudio aquel mal definido grupo de aneurismas llamados en expansión o fisurados, ya que no llenan los requisitos señalados ni alcanzan la gravedad de aquéllos verdaderamente rotos.
MATERIAL Y MÉTODOS
En el período de catorce años, desde junio de 1971 hasta mayo de 1985, hemos intervenido personalmente un total de 22 pacientes. Ellos recibieron su tratamiento quirúrgico en dos grandes hospitales y algunas instituciones privadas de la capital. Sólo cuatro de éstos se sabían previamente portadores de un aneurisma aórtico; tres habían sido considerados por sus médicos tratantes como malos candidatos para cirugía, y un cuarto había rechazado el tratamiento quirúrgico propuesto.
La mayoría ingresa y se interviene en el más breve plazo, como se señala (Cuadro 1). Siete pacientes están ya en el pabellón antes de las dos horas del comienzo de los síntomas de rotura y todos, excepto uno, son operados antes de las doce horas. Este último ingresó al sexto día del accidente, enviado desde otra región para estudio, con el diagnóstico de tumor vertebral, presentando paraplejía.
Predominaron los pacientes del sexo masculino, y de la octava década de la vida (Cuadro 2). El único menor de sesenta años, correspondió a un aneurisma micótico infrarrenal roto, de etiología neumocócica, el que además fue el único aneurisma de morfología sacciforme de la presente serie.
El síntoma capital en todos ellos fue el dolor intensísimo, principalmente abdominal y lumbar (Cuadro 3). En un paciente que ingresó con hematemesis masiva se demostró el desprendimiento, por infección, de una prótesis arterial que había sido implantada, once años antes, en la porción más baja de la aorta torácica, con formación de un extenso seudoaneurisma toracoabdominal fistulizado al estómago.
Al examen físico (Cuadro 4) es característica la presencia de una masa palpable, extremadamente dolorosa y de límites poco precisos, determinada por la sumación del aneurisma con el hematoma retreoperitoneal. Casi constante fue la presencia de shock o hipotensión muy severa, llegando tres pacientes a ingresar sin pulso ni presión arterial perceptible. En dos pacientes con hemoperitoneo significativo, hubo signos de irritación peritoneal. Anuria y oliguria extrema se evidenciaron en seis enfermos al ingreso.
En la mayor parte de los casos existió algún estado patológico concomitante que pudo ser de significación en la evolución ulterior (Cuadro 5). Predominan, entre éstos, los de tipo cardiovascular, presentes en más de la mitad de los enfermos. Uno había sido operado previamente por un aneurisma ilíaco, y dos por aneurismas poplíteos. El antecedente de diabetes sólo está presente en una ocasión.
La intervención quirúrgica en 21 de los 22 casos revistió caracteres de extrema urgencia. Empleamos siempre reposición de sangre con volúmenes que fluctuaron entre los 3.500 y los 11.000 cc., con una media de 5.300 cc.
Veinte de nuestros pacientes tuvieron un aneurisma roto infrarrenal de tipo fusiforme, de mediano o gran tamaño, que no comprometía las renales (Cuadro 6). Se acompañaban, excepto en un solo caso, de un extenso hematoma retroperitoneal y, en cinco ocasiones, de hemoperitoneo libre. El único aneurisma sacciforme fue del tercio medio de la aorta y a expensas de su pared anterior, rodeado de intensa fibrosis que llegaba a englobar los uréteres; el cultivo de sus trombos demostró su origen infeccioso. El último paciente correspondió al seudoaneurisma toracoabdominal fistulizado al estómago, quien no había fallecido por hemorragia sólo por la inesperada presencia, en el interior del seudoaneurisma, de un cuerpo extraño textil, abandonado al parecer en la intervención primitiva, que hacía las veces de tapón ocluyendo parcialmente la fístula.
Hecho el diagnóstico clínico, nuestra conducta ha sido llevar de inmediato el paciente al pabellón sin intentar normalizar su presión arterial, comenzando a reponer agua y electrólitos. Ello porque la hemodilución, aún severa es mejor tolerada que la hipovolemia. En pabellón se les rasura, se completa la cateterización de por lo menos tres vías venosas simultáneas, se les tipifica y monitorea. Como cada esfuerzo físico significará sucesivas nuevas hipotensiones al aumentar la extravasación, se encarece al paciente desde el ingreso, que evite realizar esfuerzos o colaborar en sus traslados. Por igual motivo, no insistimos en instalar sonda gástrica en ese momento. Si el paciente está estable se intuba su vejiga.
Preparado el campo operatorio se comienza la cirugía en forma simultánea con la inducción anestésica. A nuestro entender, éste es un momento crucial del procedimiento. El siguiente, y de entera responsabilidad del cirujano, es el control proximal del aneurisma, el que es obtenido mediante una compresión manual o instrumental de la aorta proximal a la rotura, ya sea en el cuello del aneurisma o en el hiatus aórtico (Cuadro 7). Mientras se controla el cabo distal y adecua el campo operatorio, el anestesiólogo dispone de tiempo para realmente resucitar, anestesiar y balancear adecuadamente al enfermo.
Hay una maniobra que por años nos ha sido gratificante en el control proximal del aneurisma, para no aumentar el daño existente, y no es otra que rodear su cuello en forma manual, disecando sólo digitalmente mientras se avanza por su borde izquierdo hacia su pared posterior y la derecha hasta separarlo parcialmente de la vena cava, lo que suele obtenerse con facilidad trabajando en pleno hematoma, ya que éste diseca parcialmente éstas estructuras. Sólo al final, y únicamente cuando esindispensable, hacemos el abordaje instrumental del plano de clivaje entre ambos vasos por su cara anterior. Mediante esta maniobra, nunca hemos debido lamentar lesiones de uno u otro vaso durante el proceso de control proximal.
Siempre utilizamos antibióticos profilácticos, heparinización sistémica, e inducción de diuresis osmótica con manitol y furosemida. Las prótesis preferentemente empleadas son las de más baja porosidad. La duración de nuestras oclusiones aórticas osciló entre los 20 y los 85 minutos, con una media de 45 minutos.
La anastomosis distal la hemos realizado sobre el o los vasos que permitan un procedimiento más expedito, sin intentar reparar en ese momento otras lesiones arteriales coexistentes (Cuadro 8).
La arteria mesentérica inferior ha estado casi siempre ocluida o severamente estenosada, por lo que sólo en dos pacientes ha sido necesaria su reimplantación al término del procedimiento. El tratamiento de emergencia, empleado en el paciente con seudoaneurisma fistulizado al estómago, fue la confección de un puente de Dacrón "no pulsado", instalado en forma extraanatómica entre la aorta torácica descendente y la porción infrarrenal de ésta, con resección del área intermedia y ligadura de la aorta sobre el tronco celíaco.
Esta idea sería publicada ese mismo año por Inoue (14) como una variante del shunt de Gott, en tanto que la factibilidad de dejar en forma permanente este dispositivo, originalmente transitorio, sería planteada meses después por Piccone y Le Veen (15). El mismo paciente requirió de gastrorrafia, en tanto que en otros dos debió realizarse una colecistectomía ante el hallazgo de vesícula calculosa (Cuadro 9). Al portador de EBOC severa se le agregó una traqueostomía, y se implantó una sonda de marcapasos transitoria al portador del bloqueo bifascicular.
Una vez resecada parcialmente la pared del aneurisma su remanente, aplicado y suturado sobre la prótesis, se transforma en una excelente protección de ésta, evitando su contacto con las asas intestinales. Regularmente drenamos con tubos blandos aspirativos el espacio periprotésico, medida que no pocas veces nos ha permitido extraer considerables cantidades de linfa o líquido serohemático en el postoperatorio. En éste período mantenemos expectante vigilancia de las eventuales complicaciones más específicas, como son el hemoperitoneo, la insuficiencia renal, la embolización distal, la diarrea como expresión de isquemia del colon, oclusión intestinal, fístula aorto-intestinal o infección de la prótesis.
RESULTADOS
Diez pacientes presentaron un total de quince complicaciones (Cuadro 10). Entre éstas, dos hemoperitoneos que obligaron a reintervenir con fines de hemostasia, con buena evolución posterior. Hubo dos distress respiratorios severos, uno de los cuales se recuperó. Embolizan por detritus tres extremidades en dos pacientes, terminando una de ellas en exéresis.
En un enfermo, que finalmente no sobrevivió, se produjo necrosis del colon izquierdo, debiendo someterse a una resección de Hartmann. Hubo dos peritonitis difusas: la primera por perforación de múltiples úlceras del yeyuno a los 11 días, luego de un episodio de embolía mesentérica, y la segunda en el operado del seudoaneurisma con el puente extraanatómico. Ambos casos fallecen tardíamente; el primero pese a extensa resección del delgado, en tanto el segundo es hallazgo de necropsia, encontrándose permeable el puente protésico ejecutado. Se ocluyen tardíamente las ramas ilíacas de la prótesis del paciente operado por aneurisma micótico; pese a lo bien tolerado de su condición, se explora por ambas femorales con la doble finalidad de extraer trombos, cuyo cultivo resultó negativo y permeabilizar la prótesis, lo que se obtiene y mantiene por más de dos años.
Once de los 22 pacientes de esta serie fallecen en los primeros treinta días, dando una mortalidad global de 50%. De ellos, tres fallecen en el curso de la intervención (Cuadro 11) sin sobrevivir a las maniobras de reanimación. Se incluye aquí, uno de los pacientes sin pulso ni presión perceptibles al ingreso. Los ocho restantes (36%) lo hacen en forma más tardía (Cuadro 12).
A diferencia de los decesos intraoperatorios, claramente atribuibles a falla central, los alejados obedecen a causas variadas.
Uno, corresponde a la instalación accidental, en el mediastino, de un catéter venoso a través del cual se introdujo importante cantidad de sangre durante la emergencia, llevándolo a un hemomediastino agudo con débito bajo. El paciente con bloqueo bifascicular, pese a su sonda transitoria, hace tardíamente un brusco episodio de asistolia, refractario a tratamiento. Fallecen los dos complicados con peritonitis difusa. Dos pacientes, con anuria al ingreso, mueren por insuficiencia renal aguda a los 2 y 12 días. Finalmente, muere por sepsis el complicado con necrosis del colon, pese a haberse resecado precozmente.
COMENTARIO
Las siete series más importantes publicadas a la fecha (16), y que reúnen 530 aneurismas de aorta abdominal no resecados, demuestran una incidencia de ruptura que varía del 10 al 63% hasta los cinco años de observación, obteniéndose así una sobrevida en ese plazo de sólo 7 a 36%. Estos argumentos son los que llevan a Bergan a concluir que, en la actualidad, el riesgo de morir por ruptura de un aneurisma es tres veces superior al de fallecer por su resección electiva (17).
En el país, la incidencia de ruptura del aneurisma abdominal se desconoce. Nos orientan datos recientes provenientes del Departamento de Demografía del Instituto Nacional de Estadísticas, según los cuales un aneurisma de la aorta, de cualquier ubicación, operado o no, constituyó la causa directa de muerte de 94 chilenos en 1981 (59 hombres, 35 mujeres), de 138 en 1982 (90 hombres, 48 mujeres) y de 158 en 1983 (93 hombres, 65 mujeres).
Clásicamente, se ha estimado que en un aneurisma la aparición de síntomas, o simplemente el llegar a un diámetro de 6 cm., en cualquiera de sus diámetros, son los límites máximos para su observación, debiéndose en ese momento decidir la conducta quirúrgica ante el inminente riesgo de ruptura.
Este criterio no siempre será válido. Bernstein (18), mediante ecografía seriada, evalúa el ritmo de crecimiento en una población de aneurismas, de diferente diámetro inicial, comprobando que en el curso de 18 meses, el diámetro medio de los aneurismas aumenta a razón de 0,105 cm. por mes, siendo este crecimiento menor en aquéllos de diámetro inicial menor; éstos crecen sólo 0,4 cm. por año. Encuentra sin embargo, que algunos aneurismas inesperadamente se apartan de esta tendencia general, y aumentan sus diámetros en forma dramática.
Corrobora éstas observaciones Darling (3), que al revisar las necropsias de 20 años del Massachusetts General Hospital, constata el hallazgo de 473 aneurismas aórticos abdominales, de los cuales 118 (un 25%) se habían roto. El mayor interés radica en los diámetros que tenían estos últimos: 19 medían 4 cm. o menos; 15 de 4,1 a 5 cm.; 21 de 5,1 a 7 cm. y sólo 26 tenían un diámetro mayor de 10 cm. o más. Todos se encontraban rotos, con lo cual el riesgo de ruptura, en relación al diámetro, sería de 9,5% para aneurismas menores de 4 cm., de 23,4% para los de hasta 5 cm., de 25,3% para aquéllos de hasta 7 cm. y de un 60% para los de mayor diámetro.
En la serie presentada, llama la atención el bajo número de pacientes con aneurismas rotos que sabían de su existencia.
Nuestra impresión es que, en la palpación abdominal, se insiste en explorar ciertos órganos, descuidando la palpación profunda del epigastrio y cuadrante umbilical que darían la clave del diagnóstico.
Ignorar estas masas con tanta frecuencia aleja las posibilidades de cirugía electiva.
Nuestra casuística es insuficiente para permitirnos un formal análisis multivariado de todos los factores de riesgo presentes en éstos pacientes en el momento de la emergencia, por ello mismo difícilmente modificables.
Sin embargo, nuestros resultados nos permiten sugerir que, en ellos, la magnitud de las pérdidas sanguíneas (y de los volúmenes de reposición), la duración del período de shock o hipotensión severa, la duración total de la intervención quirúrgica y la presencia preoperatoria de anuria, por lo menos conllevan un sombrío pronóstico.
En la búsqueda de algún factor común o individual de riesgo presente en nuestros enfermos susceptible de ser modificado a futuro hemos constatado, con cierta sorpresa, que no han ensombrecido el pronóstico de ellos algunas variables que cabría esperar lo hicieran, como son la edad avanzada, el tamaño del aneurisma, el retardo relativo al ingreso, la severidad del shock inicial, la magnitud estimada del hematoma del retroperitoneo, la presencia de hemoperitoneo libre, la duración de la oclusión aórtica y, ni siquiera, la presencia de infección en la pared del aneurisma como vimos en un caso.
Nuestra mortalidad en esta serie de aneurismas rotos ha llegado a un 50%, cifra que se puede comparar ventajosamente con la de otros centros de mayor casuística. Sin embargo, hemos sido incapaces de reducirla con la mayor experiencia.
Si de los fallecidos excluimos aquél atribuible a la extravasación en el mediastino, error técnico y subsanable, en el resto, aún cuando somos capaces de reconocer por lo menos uno o más factores evidentes de riesgo elevado, debemos aceptar que por su misma naturaleza serán difícilmente corregibles o subsanables en forma previa en el futuro, lo que hace probable que en el momento de la emergencia, éstos enfermos seguirán presentándose en condiciones muy similares a la actuales.
Podemos concluir que, intervenir estos enfermos cuando el aneurisma está ya roto, significa ofrecerles un riesgo de morir difícilmente aceptable ante cualquier otro procedimiento quirúrgico. En nuestras manos, está ofrecerles el albur de un cara o sello, el que sin embargo seguiremos ofreciéndoselos porque sabemos que dejados a su suerte no hay sobrevida posible. La única alternativa razonable a lo anterror, es someterlos a cirugía electiva, luego de un reconocimiento precoz y oportuno de su condición y una evaluación preoperatorio cuidadosa. Es la principal enseñanza que debemos extraer de esta presentación.
RESUMEN
Se revisa en forma retrospectiva una serie de 22 aneurismas de la aorta abdominal, operados una vez rotos, en los últimos 14 años, por el autor. El 82% de los pacientes ignoraba su enfermedad. El diagnóstico fue básicamente clínico y fueron operados con carácter de extrema urgencia.
Se enfatiza la conveniencia de iniciar la cirugía simultáneamente con la inducción anestésica y las maniobras de resucitación, evitando mantener la hipotensión o aumentar las pérdidas de sangre, destacando la utilidad de la disección digital del cuello del aneurisma y el empleo de prótesis de baja porosidad.
Principales factores de mal pronóstico fueron la hipotensión mantenida, la anuria preoperatoria y la transfusión masiva, lo que sugiere que la máxima contribución del cirujano para intentar mejorar la sobrevida es el empleo de una técnica depurada y expedita. La morbilidad (15 complicaciones en 10 enfermos) la estimamos elevada y se debió en buena parte a patología preexistente.
La mortalidad global de 50% hasta los 30 días fue debida principalmente a las precarias condiciones de los enfermos a su ingreso, que difícilmente serán modificables a futuro. Se recomienda operar los aneurismas abdominales en forma electiva como única medida práctica de reducir el elevado riesgo al ser operados rotos.
SUMMARY
A retrospective review of 22 abdominal aortic aneurysms operated upon as extremy emergency in the last 14 years is presented. The diagnosis was done mainly on clinical basis. A point is made on the importance of initiating surgery together with resucitaron measures, avoiding all actions that favour hipotensión or blood loss. It is useful to control the proximal end of the aneurysm with digital pressure in order to avoid lesions of surrounding veins and the use of low porosity grafts. The main factors of bad prognosis were: persistent hipotensión, preoperative anuria and massive transfusions. The most important contribution of the surgeon in order to improve survival is an expedite and depurated technique. There was a high morbility, mainly because of preexistent pathology. The overall mortality was 50%. It is concluded that because most risk factors are not susceptible of being changes in these conditions, is imperative to operate electively, before complication occur. This is the only practical way of reducing the elevated risk.
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